domingo, 31 de mayo de 2015

La desdicha de la familia Pemberley por Rain Cross




Charlotte miraba a su alrededor asqueada. Su madre había reunido a todas las más altas personalidades de la ciudad y les había invitado a su casa esa noche para presentar en sociedad a su hermana pequeña Josephine. Pero lo que planeaba en realidad la señora Pemberley era buscar un apuesto joven para ella. Charlotte ya tenía casi dieciséis años y que siguiera soltera era toda una deshonra para la familia. Su padre había fallecido hacía ya cinco años y sólo habían tenido dos hijas. Y su madre intentaba por todos los medios que se casara con un hombre de su condición, pero a Charlotte no le gusta ninguno de los pretendientes que le había presentado; o eran demasiado mayores o demasiado aburridos. Charlotte quería un joven con buenos modales, apuesto e inteligente.
Se levantó y se colocó bien la falda del vestido color marfil que su señora madre había elegido para la ocasión. El corsé no la dejaba respirar bien, pero ya estaba acostumbrada a su incomodidad. Josephine llevaba un vestido azul cielo con pedrería que la hacía resaltar sobre todos los asistentes, que por lo general llevaban prendas en tonos ocres. Su madre se había decantado por un voluminoso vestido negro con polisón en la parte trasera.
Se acercó a Josephine por detrás y le hizo cosquillas.
—Mi querida hermanita, que mayor te has hecho ya —dijo sonriendo—. Padre estaría orgulloso de ti.
A pesar de tener sólo doce años, Josephine parecía más una dama que una niña de su edad.
—Al igual que de ti. —Josephine abrazó a Charlotte.
—Sabes que a madre no le gusta que hagas eso en público. —Charlotte le devolvió el abrazo—. Menos mal que no estaba mirando.
Las dos rieron. Charlotte buscó a su madre por el gran salón de su casa y la vio charlando con un duque francés. Seguro que intentaba que su hijo la cortejara.
—Creo que madre vuelve a hacer tratos para mandarme a Francia. Me quiere lejos de su adorada hijita. —La cogió de la mano, como hacía cuando eran pequeñas—. Puede que mandarme a la otra punta de Inglaterra sea demasiado cerca para ella.
Josephine rió con ganas, lo que hizo que varias personas la miraran. Charlotte le apretó la mano para que callara.
—¿Has escuchado lo que ha ocurrido en la ciudad? —dijo Josephine de repente—.  Lorraine me ha contado que han aparecido dos cadáveres en el Támesis. —Charlotte la miró escandalizada—. Dice que eran dos mujeres y que estaban descuartizadas, cortadas a trozos y esparcidas por todo el río.
Josephine hizo un gritito al acabar la frase; Charlotte le acarició la mano.
—Querida, eso no debe alterarte. —La miró a los ojos y apartó un mechón de cabello castaño de su rostro—. Además, ¿de donde has sacado tú ese lenguaje? Ah, ya se, de Lorraine.
Lorraine era la hija de la cocinera que trabajaba en su casa desde que ella tenía memoria. Era dos años más mayor que Charlotte, y les tenía mucho cariño a las dos; pero a veces le llenaba la cabeza a Josephine de cosas absurdas que ocurrían en pleno centro de Londres.
—Sí, y es cierto. También lo leí en el periódico de madre.
Eso si que la sorprendió. Josephine solía leer libros de princesas y caballeros, y Charlotte no sabía que ya se interesaba por las cosas que pasaban en el mundo. «Se está haciendo mayor», pensó Charlotte con dulzura.
—Puede que sea cierto, pero no debes preocuparte. Aquí estamos a salvo. Vivimos en las afueras de la ciudad y nunca estamos solas.
Josephine ladeó la cabeza procesando la información y asintió.
Frances y Rowena, dos de las amigas de Josephine, se acercaron a ellas.
—Disculpadme, por favor —dijo escuetamente Charlotte y se alejó de su hermana y sus amigas.
No es que le cayeran mal, si no que no soportaba la cháchara insulsa.
Charlotte fue a un rincón de la sala y observó el lugar. El olor de la comida aún impregnaba la estancia a pesar de que ya hacía una hora que habían cenado. El ambiente era cálido gracias a las dos chimeneas de carbón que habían a cada lado del salón. Charlotte suspiró mientras sus ojos verdes se posaban en todos los jóvenes del lugar. Su  madre revoloteaba por la sala hablando con cordialidad con sus invitados. Puede que la señora Pemberley fuera severa con sus hijas pero era innegable de que era una excelente anfitriona.
También prestó atención a las conversaciones; la mayoría giraban en torno a los últimos cotilleos, pero algunas personas hablaban de los asesinatos que Josephine le había dicho minutos antes.
—Dicen que los cadáveres estaban completamente desfigurados —dijo una mujer oronda sin dejar de mover su abanico de encaje—. Oh, es espantoso. —Empezó a abanicarse con más fuerza.
—Leí en el periódico que los cuerpos estaban medio devorados —comentaba un empresario con un gran bigote gris.
—La hija del señor Wilson me dijo que las dos mujeres estaban destrozadas, que incluso los peces no tenían nada que comer en esos cuerpos. Sólo quedaban sus huesos… —aseguraba uno de los invitados consternado.
«Lo que está claro es que están muertas, por lo demás, no tienen ni idea de lo que les pasó», pensó Charlotte con preocupación. «A nosotras no nos puede ocurrir nada, esas cosas sólo suceden en la ciudad».
Miró de nuevo a los invitados de su madre y vio a un apuesto joven que jugueteaba con una copa de vino. Tenía el pelo rubio muy claro cortado pulcramente y sus ojos eran dos océanos azules. Llevaba un elegante traje negro y una camisa blanca con el cuello subido hasta las mejillas; una pequeña corbata roja le daba el toque de color a su perfecto atuendo. No le conocía, y nada más verle, no pudo apartar sus ojos de él.
—¿Estás en las nubes, chiquilla? —Su madre la sobresaltó con su voz chillona.
—Hola, madre. —Hizo una pequeña reverencia—. Sólo observaba. ¿Quién es ese joven de allí? —Señaló con la cabeza hacia el chico misterioso.
—Ah, es Harland Merryweather. Él y su familia se han mudado hace poco a la ciudad. Su abuelo era un lord —dijo con satisfacción remarcando esa última palabra.
—Ha estado hablando con su padre, ¿verdad madre? —A Charlotte no le hacía falta esperar la respuesta, sabía que así era.
—Claro, he charlado con todos mis invitados. El señor Merryweather es un hombre muy cortés. Tiene tres hijos, Harland es el mayor de todos. Y está soltero.
Por una vez, a Charlotte no le incomodó que su madre intentara emparejarla con aquél joven.
—Ven conmigo —dijo su madre agarrándola de la mano—. Deberías conocerle.
Charlotte no opuso resistencia; le daba vergüenza acercarse a él, y con la ayuda de su madre lo iba a conseguir. Harland estaba con su padre y con dos chicos más jóvenes que seguramente fueran sus hermanos.
—Señor Merryweather, quería presentarle a mi hija mayor, Charlotte —anunció su madre con su mejor sonrisa.
—Es un placer señorita. —Le besó la mano con cortesía—. Es evidente que ha heredado su belleza.
Charlotte y su madre tenían el cabello castaño rojizo, a diferencia de Josephine, que lo tenía castaño como su difunto padre. La diferencia más notable la tenían en los ojos; tanto ella y su hermana tenían los ojos verdes de su abuela paterna.
—Es usted todo un galán —contestó la señora Pemberley con su mejor sonrisa—. Creo que nuestros hijos deberían… conocerse, ¿usted que opina? Charlotte podría enseñarle nuestro hogar a Harland.
—Estoy de acuerdo con usted. —Miró a su hijo—. Harland, acompaña a la señorita Pemberley.
Harland la miró y Charlotte se sonrojó. «¿Qué me ocurre? Me sonrojo como una simple colegiala».
—Será todo un honor. —Harland le tendió la mano con caballerosidad.
—Acompañadme por favor. —Cogió la mano del joven y un escalofrío le recorrió toda la espalda. El cálido tacto de su mano la hizo estremecer y Charlotte notó un nudo en su estómago.
—Si le pa…parece bien, podría enseñaros nuestro jardín, es el orgullo de mi señora madre —balbuceó Charlotte, nerviosa.
—Claro, me encantaría salir y ver las estrellas con usted.
Fueron los dos juntos hacia el jardín trasero de la casa; su madre le sonreía en la distancia mientras hablaba con el señor Merryweather. Su hermana, al verla con Harland, le guiñó un ojo con complicidad.
Al salir al gran jardín el aire fresco de la noche le azotó el rostro con delicadeza. El cielo estaba totalmente despejado y miles de luces blancas les miraban. La luna era una enorme esfera que iluminaba la oscuridad. Le llegó el aroma de las rosas y la hierba recién cortada.
—Es un lugar hermoso —dijo Harland con voz melosa—. Como usted.
—Sois muy gentil. —Charlotte miró hacia al suelo, nerviosa.
—No esperaba encontrarme a alguien interesante en esta fiesta. Mi señor padre siempre quiere ir para ver si encuentro una buena esposa. Quién me iba a decir que al mudarnos a Londres su deseo se iba a hacer realidad. —sonrió. Charlotte nunca había visto nada tan hermoso.
—Yo… —empezó a decir Charlotte, pero Harland le puso uno de sus dedos en los labios.
—No diga nada más. Sólo asienta si está de acuerdo, ¿lo ha entendido señorita Pemberley? —Charlotte asintió con los ojos abiertos como platos. «¿Por qué dejo que haga lo que quiera? ¿Por qué no me aparto y le abofeteo por su descaro?» —. Bien, he esperado mucho tiempo para encontrar a alguien como usted. Y no quiero dejarla escapar. Mañana por la noche, espéreme aquí mientras hablo con su señora madre de nuestro compromiso. ¿Está conforme?
Charlotte asintió. Un joven de familia noble, inteligente, apuesto, encantador… era osado, pero tenía algo que hizo que fuera toda suya desde que lo vio.
—Excelente entonces. —Harland apartó lentamente el dedo de sus labios y sonrió con picardía—. Mañana por la noche, a las diez, salga al jardín. Yo diría que sobre las once ya podrá pasar a ver la… reacción de su familia. Y sellaremos nuestro compromiso con un beso.
Charlotte tenía las mejillas encendidas. Siguió con la mirada a Harland mientras se alejaba de ella y entraba de nuevo en la casa. El resto de la fiesta fue un sin fin de miradas de curiosidad de su madre y hermana. No podía dejare de sonreír bobaliconamente en toda la noche, y cuando se marcharon todos los invitados, su madre le hizo un interrogatorio.
—¡Dios es misericordioso y te ha encontrado un marido! —Su madre estaba eufórica; nunca la había visto tan feliz.
—Felicidades hermana, parece un buen partido. —Josephine la abrazó con alegría.
—Mañana a las diez vendrá a hablar con usted madre, espero que todo vaya a la perfección —dijo Charlotte con entusiasmo.
—Sí, sí. Todo irá perfecto, querida. —Su madre se marchó a sus aposentos con una enorme sonrisa en los labios.
Charlotte no pudo dormir en toda la noche. Estaba muy nerviosa, Harland era un joven encantador y estaba encantada de que se hubiera fijado en ella. Todo iba demasiado rápido, pero eso no le importaba. Desde que lo había visto sólo podía pensar en él; su corazón le pertenecía.
El día transcurrió con normalidad. Se levantó temprano y fue a desayunar a la cocina. Tomó unas tostadas recién horneadas con mermelada de fresa y miel, huevos pasados por agua, pastel de carne, leche fresca y una manzana. Lorraine le preguntó por el misterioso joven de la noche anterior. «Josephine no ha tardado nada en contárselo», pensó y le relató todo lo acontecido la noche anterior.
Después fue a la biblioteca a leer, hizo calceta con su hermana, comieron crema de verduras y cerdo asado; a las cuatro en punto tomaron el té diario con su señora madre, acompañado de galletas variadas y sándwiches de pepinillo.
Cuando el cielo se oscureció, Charlotte estaba a punto de darle un ataque de nervios. Decidió seguir leyendo en el salón al lado del confortable calor de la chimenea. No cenó, no podía comer nada más, y esperó con paciencia a que se hiciera la hora. Aquella noche era la que el servicio tenía fiesta, por lo que habían preparado aperitivos fríos antes de marcharse a sus casas. Dejó el libro y cogió un reloj de bolsillo que descansaba en una de las mesas de la sala, una delicada obra de arte de plata y oro que antaño había pertenecido al señor Pemberley y empezó a juguetear con él, nerviosa. En cuanto el enorme reloj de madera anunció las diez de la noche salió a toda prisa al jardín.
Se sentó en uno de los bancos blancos que su madre había mandado hacer a un ebanista cuando aún vivía su padre y esperó, ésta vez con impaciencia, el momento en el que volvería a entrar en su hogar.
Miró hacia el cielo, la noche era hermosa y el aire, fresco. En sus pensamientos veía la alegría en el rostro de su madre, por una vez estaría orgullosa de ella; su hermana, la abrazaría y llorarían juntas de la emoción. Charlotte miraba de vez en cuando el reloj de su padre hasta que las manecillas marcaron las once. Se levantó del banco con torpeza, suspiró y entró al salón intentando aparentar tranquilidad con el reloj de su padre entre sus manos para que le diera suerte.
Pero al entrar el reloj cayó al suelo y se hizo añicos ante el dantesco espectáculo. Todo estaba lleno de sangre, tanto el sillón lavanda de su madre como el sofá color crema donde se sentaba siempre con Josephine. El reguero llegaba hasta el comedor y Charlotte, dubitativa, decidió seguirlo aterrada.
Al entrar en él, la mesa estaba puesta. Lo primero que vio Charlotte fue una gran bandeja de plata con los restos de su madre sobre ella. Estaba partida en pedazos pequeños, desnuda. Su cabeza estaba colocada en un lugar de honor en la mesa; sobre un plato en el sitio donde su madre siempre se sentaba. Las copas estaban a rebosar de un líquido rojo espeso que no era vino. Los comensales eran la familia Merryweather. El patriarca estaba a la derecha de la cabeza de su madre devorando un trozo de brazo demasiado pequeño para ser de la señora Pemberley; sus dos hijos menores se encontraban en frente de él, y no había rastro de Harland. Charlotte miró a la mesa contigua, en la que el servicio ponía los platos que no cabían en la mesa principal. Allí estaba el cuerpo de su hermana pequeña, también desnuda, y con una incisión desde el esternón hasta la ingle que dejaba todo su interior al descubierto. Movió la cabeza levemente y Charlotte pudo comprobar que seguía aún con vida.
—¡Por dios! —Charlotte emitió un gemido de horror. Y mientras sus ojos se llenaban de lágrimas se llevó las manos a la boca.
—Querida, has llegado. —Harland salió de entre las sombras y se puso a su lado—. Y puntual, así me gusta.
—¿Pero qué...? ¡¿Por qué?! ¡¿Qué sois?! —dijo Charlotte aterrorizada.
Harland hizo una fuerte carcajada dejando ver unos dientes manchados de sangre. Charlotte recordó la sonrisa que la había enamorado la noche anterior; no se parecía en nada a esa expresión cruel que tenía ahora en su rostro. «Pero no puede ser…
¿Cómo alguien tan galante, tan… normal, se había convertido en ese ser monstruoso?». Estaba cada vez más asustada y confusa.
Harland se puso delante de ella e hizo una reverencia.
—Querida, el qué ya lo está viendo. Teníamos hambre y debemos alimentarnos. El porqué, bueno, estábamos ya cansados de comer siempre cosas de poca calidad en las zonas más humildes de la ciudad. Intentamos probar suerte y vuestra familia era perfecta. Nos encanta el sabor de la carne femenina en nuestro paladar. Y de clase alta nada más y nada menos. Y sobre qué somos… buenos, nos han llamado de muchas formas. Monstruos, asesinos… Caníbales, esa es la más correcta. Venimos de una larga estirpe de antropófagos que lleva siglos vagando por el mundo, alimentándose de carne humana. Pocas veces tenemos la suerte de toparnos con un festín tan… suculento. —Sonrió y se acercó a Charlotte. Estaba temblando— Por cierto, te debo un beso.
La cogió fuertemente de los brazos y la besó con fuerza. Empezó a sentir un fuerte dolor en sus labios y mientras Harland se apartaba de ella le iba desgarrando la boca y la lengua. Masticó con ganas el trozo de carne que le había arrancado mientras su padre y sus hermanos reían. Charlotte se llevó las manos a la boca y notó cómo un líquido caliente le recorría los dedos.
Se estaba ahogando por culpa de la saliva y la gran cantidad de sangre que estaba perdiendo. Cayó al suelo de rodillas, mareada por el dolor.
—Que suerte que hayas venido justo en éste preciso instante. —Vio los zapatos de Harland cerca de ella; levantó la cabeza y empezó a llorar con más fuerza; llevaba dos grandes cuchillos en sus manos—. Tú querida… tú eres el postre.

Charlotte intentó gritar con todas sus fuerzas, pero no pudo al faltarle la lengua. En cuanto Harland empezó a cortarla en pedazos, se desmayó envuelta en un gran charco escarlata.


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